Segundo Domingo de CUARESMA, Ciclo A / Mt 17,1-9


Segundo Domingo de Cuaresma 

Ciclo A   /   Mt 17,1-9

La transfiguración

Tomado de: Biografía de la luz. (Pablo d’Ors)

Ed. Galaxia Gutenberg


Lo primero es la llamada de Jesús, quien en su día escogió a Pedro, Juan y Santiago, entre sus discípulos, y que ahora sigue llamando a otros, quizá también a ti. La vocación es personal, única e intransferible: resuena en la propia conciencia e invita a una relación. Que sea personal no significa, desde luego, que no sea también universal. Que Dios llame a algunos en particular no significa que no estemos todos llamados a contemplar y a compartir, a experimentar y a expresar. Cada cual, según su capacidad, pero nadie queda excluido de la llamada de la Montaña; basta escuchar su voz y secundarla. 

 

Esta llamada al Tabor (nombre que no aparece en el evangelio, pues se trata de una localización posterior de la tradición) es para llevar a los discípulos aparte. Jesús les separa del resto. Se trata, en principio, de una segregación, si bien con vistas a una posterior congregación. Jesús les conduce a un monte alto, que es en todas las religiones el lugar por excelencia de la presencia de Dios: la geografía espiritual por antonomasia. Si el desierto es el ámbito de la prueba o tentación – el lugar en que se lucha contra los propios demonios – , la montaña – a la que hay que subir para apartarse de lo terrenal y para respirar un aire más puro – es el de la revelación. ¿Y cómo es esa revelación o encuentro con Dios? Es una transfiguración. Es un encuentro que sucede mientras (Jesús) oraba, es decir, que la transfiguración es lo que acontece en la oración. Gracias a la oración, esta experiencia de Dios llega ahora al cuerpo y al corazón. Lo divino no interviene sin nuestra colaboración: pide nuestra disposición de apertura para poder entrar. 

 

Pero no es que Jesús se transfigurase sólo en ese momento concreto. La transfiguración es más bien el estado habitual de su ser, es sólo que ahora, en ese monte del Tabor, los discípulos lo pueden ver. Se hacen cargo por fin de lo que tienen delante. Como todos los milagros, también éste de la transfiguración tiene algunos signos que lo acreditan: el rostro de Jesús cambió – se nos dice – , y sus vestidos empezaron a brillar: lo que nos sucede por dentro se manifiesta por fuera. No se trata, evidentemente, de un espectáculo de luz y sonido, a modo de demostración: lo espiritual nunca es amigo de lo espectacular. Se trata, más bien, de cómo el espíritu incide en la carne, de cómo la estigmatiza. Como es visible en los grandes santos, la práctica espiritual reblandece las facciones, las dulcifica y hasta las ilumina. No en vano el término «Dios» significa luz. La transfiguración, por tanto, no alude a un cambio de sustancia, sino de figura: en Jesús no se ha producido aquí una transformación en lo esencial, sino sólo en lo aparente. Lo que se quiere resaltar es que es en la carne de Jesús donde se manifiesta la gloria de Cristo. Que es en lo profano donde, paradójicamente, podemos hallar lo sagrado. Que nuestra naturaleza original es un diamante, y que hay ocasiones – místicas – en las que se nos concede poder verlo. 

 

Una persona transfigurada es alguien que ha «visto» y que, por eso, ha comprendido. La comprensión es fruto de una visión, es la visión la que te transfigura. Pero esto no es un privilegio de unos cuantos iluminados, sino que todos participamos de esta identidad transfigurada. Nosotros somos un misterio de luz; es sólo que no lo vemos, que necesitamos escuchar la llamada al monte para descubrirlo. Descubrirlo supone superar la pesadilla de la separación en que vivimos, darnos cuenta de que formamos un todo y de que estamos a su servicio. Así que la llamada a la montaña es a descubrir nuestra naturaleza original, nuestro verdadero ser. Esa naturaleza, ese Ser, se refleja en Jesucristo de manera excepcional. Él es para sus discípulos el mejor espejo de su propia identidad. Él les recuerda quiénes son ellos mismos y les invita a que sean «un espejo del ser» para los demás. 

 

De modo que lo que se llama «gloria de Dios» nada tiene que ver con lo que se entiende por gloria humana: cetros, coronas, fama, honores, poderío… Todo eso no es más que la gran tentación, la gran tergiversación. Nuestras ideas religiosas en general y, en particular, la de un Dios omnipotente, son casi siempre lo que mayormente nos impide comprender a Jesús. Lo que él enseñó, por el contrario, es que hemos de deshacernos de la escoria de nuestro falso yo para descubrir el oro puro de nuestro verdadero ser. Tantas veces, sin embargo, seguimos esperando que Dios recubra de oropel o de purpurina la escoria que a menudo somos, confiando en que así todos caerán rendidos ante nuestro esplendor. La gran pregunta que el Tabor presenta es si aceptamos que es en la carne, débil y enfermiza, donde acaece el milagro de la luz. O si más bien preferimos seguir soñando con luces falsas y refulgentes, ajenas a nuestra condición humana, necesariamente frágil y mortal.

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